sábado, 10 de octubre de 2009

DIEZ CENTAVOS

¡Fidelito! Mi buen amigo Fidelito. No porque lo llame en diminutivo piensen que se trata de un niño o una persona de baja estatura. Es por el contrario un hombre quizás de un metro y ochenta centímetros de alto, unos cincuenta años de edad, extremadamente delgado y siempre con una sonrisa en los labios tan amena que espanta cualquier tristeza a su alrededor. Es de aquellos cubanos que saben tornar en jocosidad los momentos más caóticos por los que ha pasado el pueblo cubano en los últimos cincuenta años. Créanme que cualquier relación que les recuerde al otro tristemente célebre Fidel, es pura coincidencia. Creo que es por eso que se hace llamar en diminutivo para borrar un poco la identidad de su nombre con el de nuestro viejo adversario.

Su pelo gris guarda el recuerdo de la represión y persecución a los católicos de los primeros años del triunfo de la Revolución cubana. A pesar de todo, su fe nunca flaqueó. De alguna manera, los hechos más relevantes de la dictadura marcaron la vida de Fidelito y la de miles de cubanos por las vicisitudes que afrontamos y por los difíciles problemas que tuvimos que resolver para lograr sobrevivir en el calvario castrista que aún persiste.
Ya había llegado al máximo la crisis económica de los primeros años de la década de los noventa y el dictador decide crear las tiendas por divisas y derogar la ley que prohibía la tenencia ilícita de dólares por parte de los ciudadanos de a pie. Las tiendas recién creadas se llenaban de mercancías nunca antes vista en el mercado y las personas salieron a las calles con el dinero de las remesas provenientes de los familiares residentes en Estados Unidos a aliviar un poco la situación de las necesidades básicas del hogar.

La calle Maceo; una de las arterias principales de la ciudad natal de Fidelito, era un hormiguero de gente yendo y viniendo de un extremo a otro y entrando y saliendo de las primeras tiendas que surgieron en ese entonces. Fidelito se abría paso entre la multitud al tiempo que contaba en la palma de la mano hasta el último centavo en divisa para comprar, entre otras pocas cosas, unos jabones de baño y así librarse del repugnante olor de los jabones caseros que compraba en el mercado negro pero que a la larga, resolvían el problema aunque dejaran un poco de picazón en la piel.

Finalmente a media mañana de ese día del mes de julio, Fidelito entró en la tienda “El Encanto” para hacer su compra. En el departamento de cosméticos y perfumería se detiene, alarga la vista hacia el final de la fila y un conteo rápido le dice que hay más de treinta personas esperando con cara de guardianes impenetrables a que les toque su turno. Mira el reloj en su muñeca, se mete la mano en el bolsillo del pantalón apretando el dinero y por fin de un arranque, se decide hacer fila al final. Después de escudriñar con la mirada la cantidad de jabones que estaban a la venta para ver si alcanzaría cuando llegara su turno, su mirada se posó sobre la anciana a la que le había preguntado unos minutos antes si era la última en la fila. No había reparado en detalle el aspecto de aquella mujer. Era baja y de unos setenta años, de cara muy arrugada que reflejaba una amargura perniciosa, de pelo corto canoso y con vetas amarillentas, su ropa muy raída y sin lavar despedía un olor desagradable y los zapatos eran de tela y con agujeros por donde se asomaban los dedos pequeños de los dos pies.

-¡Pobre señora! –Pensó Fidelito- ¿Será posible que esta dictadura no se conduela de la situación por la que están pasando estos ancianos pobres que no tienen ni para bañarse? Tal vez ni familia tenga la infeliz mujer. ¿Cómo habrá conseguido algo de divisa para estar aquí?

Un sin número de preguntas sin respuestas se hacía Fidelito ante la estampa de la hambruna que tenía delante y la misericordia cristiana que lo caracterizaba, lo movió a hacerse la responsabilidad de ayudarla comprándole algún regalo.

Al cabo de media hora de espera y avance lento, por fin le tocó a la señora su turno. Con movimientos propios de la edad, saca de su sostén un pedazo de tela blanca embrollada y la pone encima del mostrador de cristal. La vendedora; una muchacha joven, elegante y bella, la observa en silencio con la mayor calma del mundo. Desenvuelve el paquete y comienza a contar un puñado de monedas de diferentes valoraciones. Al terminar la cuenta, lo empuja hacia adelante, levanta la vista y le dice a la joven:

-Quiero dos jabones, uno de baño y otro de lavar por favor.

-Permítame abuela. Le dice cariñosamente la muchacha y empieza a recontar el dinero.

Unos segundos después, levanta la mirada, le sonríe y exclama:

-Lo siento señora pero sólo le puedo vender un jabón. Su dinero no le alcanza para dos. ¿De acuerdo?

Fidelito, que observaba atentamente lo que estaba sucediendo, vio los cielos abiertos y la oportunidad de saciar su deseo de ofrecer una caridad cristiana y sentirse a bien con Dios en esa mañana. Enseguida intervino en el asunto.

-¿Cuánto le falta a la señora para los dos jabones?-Le pregunta a la muchacha.

-Diez centavos.

El hombre se mete la mano en el bolsillo y mientras busca los diez centavos aprovecha para soltar unos bombazos de los que el gobierno castrista llama diversionismo ideológico.

-Yo no entiendo hasta cuándo vamos a seguir soportando estas cosas en nuestro país y aguantar esta situación como carneros sin protestar y muriéndonos de hambre. Creo que ya esto es demasiado.

La anciana, que lo observa con ojos petrificados, agarra los diez centavos, se los da a la despachadora y se vira hacia Fidelito para exclamar con fuerte voz:

-¡Oiga compañero! Déjeme decirle una cosa. Esta Revolución llegó para quedarse y ha hecho mucho por usted y por todos nosotros para que usted venga de mal agradecido a decir esas cosas en contra de la Revolución. Por eso yo creo-y en eso se dirige a la muchacha que la observaba boquiabierta- que todos los gusanos de este país, el Comandante en jefe tiene que taparles la boca.

La algarabía de aquella mujer fue tanta que las piernas de Fidelito empezaron a temblar. Salió de la fila y como liebre asustada por el lobo, salió por la puerta que no se le veían ni los pies. En el camino de regreso a su casa, toda la caridad cristiana se le esfumó del alma y con el rostro rojo como un hígado y la presión arterial a mil, Fidelito apretó los dientes y murmuró:

-¡Y la maldita vieja se quedó con los diez centavos!